Alicia cuenta en primera persona la violencia obstétrica que sufrió al dar a luz a su criatura. Un episodio que le ha provocado estrés postraumático y que aún le duele recordar.
Es así.
El día en que me convertí en madre, me mataron, pues después de tantos años aún no he vuelto a respirar.
Desapareció la persona que recuerdo ser.
Todo empezó con mi ingreso en el hospital tras pasar todo el día con pródomos. A la mañana siguiente, en una reunión de matronas, decidieron inducir mi parto para acelerarlo. A pesar de que me negué -y sin ninguna explicación-, diferentes integrantes del personal comenzaron a hacerme tactos vaginales. A veces, incluso, venían juntas y las dos metían su mano en mi vagina para confirmar la dilatación.
Terminaron tomando la decisión de romper la bolsa y ponerme oxitocina sintética. Aquello me paralizó. El dolor fue insufrible, con contracciones cada minuto. Aun así, no quería que me pusieran la epidural. Sabía que aún era pronto, estaba sólo de 2 o 3 centímetros. Pero, al negarme, la matrona me empezó a meter miedo. Me dijo que el anestesista ya estaba allí y que, si esperábamos, después tardaría mucho y quizá no me la podría poner. Echaron a mi pareja de la habitación y, sin haberlo pedido, el anestesista ya se estaba preparando para ponerme la epidural.
Aquella anestesia me paralizó las piernas. No podía mover ni un solo dedo del pie. A pesar de pedir que me quitaran la medicación, me decían que así era mejor. Que me esperaba un día muy largo y tenía que descansar.
Pasé diez horas postrada en la cama y la dilatación no avanzaba. Me comunicaron que me harían una cesárea. Yo dije que no quería y pregunté que, si mi bebé estaba bien, por qué me la hacían. Esta fue la respuesta: mejor ahora y no después, cuando pase algo. Es decir, me iban a practicar una cirugía mayor preventiva.
A pesar de expresar mis deseos y mi derecho de estar junto a mi pareja en el nacimiento de mi hijo, no nos lo permitieron. A punto de entrar al quirófano, me agarré a su mano. Según empujaban la camilla, se resbalaba de la mía y notaba cómo pasaba de la mano al dedo, del dedo a la uña.
Lo primero que escuché al entrar a aquel quirófano/matadero fue la queja de un sanitario: «¿Otra más? ¿Qué traéis?». El personal pedía la cena porque la cafetería iba a cerrar y ya no quedaba tortilla, pero sí salchichas rojas. Me pusieron más anestesia y me pasaron a la mesa de operaciones. Allí no había tranquilidad, sólo bullicio.
Un sanitario me pidió toda mi atención para comprobar la efectividad de la anestesia y, tras decirle que tenía sensibilidad, oí cómo lo comunicaba y se acercaba a un anestesista. Entonces apareció otro diciendo que ya no quedaba brownie.
Cuando todas las personas que había allí se acercaron a la mesa de operaciones, me cubrieron la cara y me ataron de brazos y piernas.
Ahí empezó mi muerte.
Sentí cómo el filo del bisturí me cortaba la piel, sus manos pegándose a mi cuerpo a través de los guantes, una mano o instrumental abriendo mi vientre… exacto, la anestesia no iba bien. Mientras me agarraba con fuerza a una enfermera, me decían que aguantase, que aquello era sólo un momento. Lo comparaban con que un dentista te quitara un diente. Todo ello mientras sentía la presión de Ciro dentro mí.
Entonces, sucedió: mirando a la puerta por la que entré y ATADA DE BRAZOS Y CON LAS PIERNAS DORMIDAS GRITÉ «¡SOCORRO!». Mi instinto me decía que saliera de allí, pero no podía. Volví a gritar: «¡PARAD!» Entonces, me durmieron.
Desperté en un quirófano lleno de sangre, sin mi bebé y sin mi tripa, rodeada de desconocidos que no me dieron ninguna explicación. Me dejaron sola pasando frío mientras escuchaba conversaciones y cómo le cantaban cumpleaños feliz a una de las sanitarias. Pregunté por la sangre del techo y la de las lámparas y nadie me dio una respuesta. Pedía salir de allí cada minuto. Pregunté por Ciro, pedía que me lo dieran, pero no podía ser. Llegó el equipo de limpieza y pasaron la fregona y la mopa por el techo. Mientras ellas tarareaban, yo lloraba.
A mi marido le dijeron que yo me había puesto muy nerviosa (me echaron la culpa) y lo tuvieron esperando fuera sin nuestro hijo a que la médica le explicara qué había pasado. Claro, ¿cómo van a bajar a la planta a hablar con él para que pudiera estar con Ciro? ¿A quién se le ocurre molestar así a un cirujano?
Este episodio de mi vida lo estuve reviviendo día tras día en pesadillas y no me permitió conectar con mi bebé, haciéndome sentir rechazo hacia él.
Aquella experiencia me hizo sufrir estrés postraumático y, cinco años después, sigo necesitando ayuda psicológica. Cuando lo recuerdo aún lloro. Aún duele.
Por eso aquel día no me convertí en madre, sino que mataron a una mujer en vida y destruyeron parte de una familia.