María no era madre, pero nació de un parto

Ramona escribía “a comer” con h. No siempre. Sólo a veces. De hecho, no se daba cuenta de que a veces le ponía h y a veces no. En general dependía de a quien escribía. Cuando era alguien que le imponía un poco solía cometer más faltas de ortografía. Porque, aunque ella no lo hacía conscientemente, su inseguridad la llevaba a pensar que el camino más difícil y más complejo era más acertado. De ahí pensar que esa a, debía de llevar h. Así invitaba ella “ha comer” puchero en su casa. 

Ramona no fue durante muchos años al colegio. Lo justo, más que su padre y su madre, menos que sus hermanos varones. Ella tenía ganas de conocer mundo y se puso a trabajar lo antes posible. Intentó seguir estudiando mientras, pero perdió la beca porque por las noches se quedaba dormida en el escritorio delante de lo que le tocaba estudiar. Lo encajó y siguió su corta carrera profesional. La carrera le duró el tiempo de casarse y quedarse embarazada. Tenía 22 años la primera vez, 38 en el último embarazo. 

Ramona es buena con las cosas manuales: tejer, dibujar, cocinar, arreglar enchufes… Aunque poco autoreconocida, su inteligencia es mucha, especialmente la creativa y corporal. 

Por eso su vecina le habló de una psicóloga que trabajaba con el cuerpo. “Ramona, que te va a venir bien, que yo te veo que tú vas medio enfadada con el mundo, como estaba yo antes de ir con ella”. Pero Ramona no creía en los psicólogos, y en las psicólogas mucho menos. De este sesgo de género no se daba cuenta, lo habría negado delante de quien hiciera falta, pero ahí estaba. 

Sin embargo, su hija María, la pequeña, sí que creía en los psicólogos, y en las psicólogas más. Le preguntó a la vecina por esa psicóloga que trabajaba de esa forma distinta.  “Es para una amiga”, le dijo. Y con más vergüenza que miedo llamó. 

Empezamos el trabajo terapéutico. María hablaba de ella, de su mundo, y también de Ramona, cómo no. Ya sabemos que en terapia se habla de las madres ¿Verdad?

“ Un día le pregunté por su parto. Así, como de la nada para ella. Medio raro le sono.
No soy madre, contesto. Pero llegaste a este mundo en un parto, ¿no?

Pareció muy confusa por unos minutos. Toda la sesión se quedó revuelta. Rebuscando en rincones de su memoria si alguna vez su madre había hablado de eso.

Aunque en su cabeza no había recuerdos, su cuerpo guardaba cada detalle y andaba inquieto mientras hablábamos de todo esto. Como si hubiéramos abierto una puerta vieja que por el desuso y el paso del tiempo tuviera oxidada la cerradura. 

Llegó a casa. Preguntó a Ramona por el día en que la parió y pudo reconocer en su madre la misma inquietud nerviosa que ella había sentido en sesión. 

Su madre, parca en palabra y directa en intenciones le contestó con ceño fruncido y voz seria “no me acuerdo, ¿a qué viene sacar eso ahora? Déjate de tonterías”

Mientras Ramona hablaba, le brillaban los ojos. 

María esperó paciente, y cuando leyó en el silencio de su madre que algo interno se había aflojado, la abrazó. Por suerte, María llevaba suficiente terapia encima como para reconocer que en la dureza de su madre había sólo una coraza protectora ante un momento de tremenda vulnerabilidad interna. No habían sido pocas las sesiones en qué María había explicado cómo este carácter duro de su madre la había dañado. Pero esta vez no fue así. Le salió sólo. Desde las tripas pudo sentir la fragilidad y abrazar a su madre, que lloró y sólo pudo decir muy bajito “fue horrible, fue horrible”. 

A este episodio siguieron varios. Dentro y fuera de terapia María fue enlazando esos primeros momentos de su vida. Cómo la madre que tuvo, la hija que fue y la tensión de pareja 

que había percibido entre sus padres tenían que ver con ese momento de parto, con el posparto

“Cómo la madre que tuvo, la hija que fue y la tensión de pareja que había percibido entre sus padres tenían que ver con ese momento del parto, con el posparto”.

Su madre fue una más de las que sufrieron violencia obstétrica en la soledad del paritorio. Nadie la quiso escuchar, ni siquiera en la intimidad de su casa tuvo derecho a quejarse. 

María tuvo una madre triste intentando acunarla mientras sentía una soledad horrible y una invalidación constante por parte de familiares y pareja. María tuvo una madre que se vio obligada a desconectarse de las sensaciones de su cuerpo, de sus necesidades y consecuentemente del disfrute. Si nadie la iba a acoger qué sentido tenía reconocerse dañada. Si sólo la iban a invalidar qué sentido tenía ponerse palabras. Si no había espacio para el dolor o la tristeza de lamerse las heridas, tampoco lo había para buscar el camino a la alegría. 

Por lo que me contaba María es posible que su madre sufriera estrés postraumático. Es difícil saberlo, yo nunca hablé con la dura de Ramona. Una mujer que tuvo que aprender a construirse una coraza gruesa para cubrir y enterrar su sufrimiento y vulnerabilidad. ¿Cómo iba a permitirse ella hablar del mundo interno con una psicóloga? “Eso son tonterías”, decía. 

Por suerte María sí pudo hacerlo. La terapia continuó, y ese cuerpo que al principio se mostraba reactivo y desregulado al hablar de los primeros años de su vida, fue encontrando paz. Fue encontrando pequeños oasis de respuestas que llenaban vacíos que antes ni siquiera sabía que tenía. Oasis donde se dibujaba lo tremendamente duro que había sido para Ramona entrar en cada una de sus maternidades. 

Pero ahora, cada vez que María le hace una de esas preguntas incómodas sobre partos, embarazos, crianza… Ramona responde “ay, qué te gusta remover esas cosas” y a pesar del tono serio y la rigidez en la cara, añade algún nuevo detalle pequeñito. Porque aún con su coraza, Ramona experimenta cómo la delicia de sentirse genuinamente escuchada y narrada la está sanando. 

Autora: Celia Acero Pereira

Psicóloga general sanitaria, psicoterapeuta y psicóloga perinatal

Acompaño desde el cuerpo, la palabra y las entrañas a mujeres y madres a lo largo de su vida.